La libre circulación de las palabras o bien su acceso restringido a la esfera pública demuestran el control que ejercen tanto las ideologías político-culturales como los poderes comunicativos sobre las fronteras de lo decible y lo nombrable, es decir, sobre los términos que pueden (o no) ser objeto de deliberación ciudadana. Son varios los nuevos términos que la alianza de derecha, pese a su dominante conservadora, ha tenido que dejar circular durante el 2011: por ejemplo, “ley de unión civil” y, de contrabando, “matrimonio homosexual”.
A cambio de este tránsito forzado, el gobierno de S. Piñera ha reinstalado en gloria y majestad a la Familia como trasfondo iconográfico de toda una cadena de afectos (sentimientos y creencias) y efectos (iniciativas legislativas y políticas públicas). Lo maternal y lo familiar -exaltados por la moral de la pareja que caricaturiza el bono “Bodas de Oro”- han pasado a ser el refugio intemporal, mítico, que protege al ser humano de todo lo que lo amenaza en un mundo de cambios veloces exacerbados por la globalización capitalista. Ya lo sabíamos: la misma derecha que celebra el liberalismo económico como desate consumista de los bienes y productos en un mundo de tráficos sin fronteras, resguarda –en lo moral- los valores y tradiciones como algo puro y sacro que debe mantenerse alejado de la promiscuidad contaminante de lo que circula planetariamente. La maternidad como eje femenino de la reproducción y el cuidado de la familia es el bastión sagrado que debe preservarse fiel a sí mismo, intacto, para contrarrestar el debilitamiento de otros símbolos de arraigo y pertenencia (Estado, nación, clase, partido, tradición, etc.) que el capitalismo transnacional vuelve inestables y mutantes.
Si bien la no-discriminación de género y el respeto a la diversidad sexual pasaron a semi-integrarse al sentido común liberalizador de una sociedad chilena que finge ponerse al día, hay una palabra que permanece interdicta: la palabra “aborto”. No habría que ser ingenuos en pedirle a este régimen que ha convertido a la familia en su paradigma valórico que ingrese esa palabra tabú a su repertorio pese a que la ley Simone Weil, en Francia, despenalizó el aborto en 1975 bajo un gobierno de derecha. Lo más preocupante es que la palabra “aborto” (a secas: no “aborto terapéutico”) genera tantas aprensiones y suspicacias por el lado de la izquierda que por el lado de la derecha.
¿Qué se oculta tras la censura generalizada a la palabra “aborto? Primero, las lógicas de dominación masculina que castigan el derecho de las mujeres a decidir soberanamente sobre sus cuerpos y destinos, volviéndolas culpables de no obedecer ciegamente el mandato de la maternidad obligatoria. Al consagrar lo femenino-materno como abnegación y sacrificio, este mandato les ordena a las mujeres renunciar a su propia libertad en beneficio del otro: en el caso del embarazo, antes siquiera que el feto sea persona , individuo o sujeto.
La Iglesia Católica, pese a la inmoralidad de los casos de abusos sexuales, sigue ejerciendo –como si nada- su hegemonía vaticana al normar el control de los cuerpos, en activa consonancia con el conservadurismo de derecha que estuvo respaldando en Chile el escandaloso fallo del Tribunal Constitucional que prohibió la píldora del día después en el 2008. Eso, por el lado de la derecha y la Democracia Cristiana. Por el otro lado, la izquierda tradicional (la de los partidos de la Concertación y extra concertacionistas) se preocupa de la explotación de clase y de las injusticias sociales del sistema de dominación económica, pero ha sido incapaz de prestarle atención –teórica y política- a las opresiones culturales (entre ellas, las que subordinan la diferencia de género) por no comprender todavía que lo que atañe a cuerpos, deseos y subjetividades es también materia de emancipación.
Chile ha visto cómo el orden normalizador de su democracia formal (no participativa) se ha visto drásticamente cuestionado por los reiterados estallidos sociales que, desde el año pasado, se rebelan contra los abusos neoliberales pero, también, contra la falta de imaginación política de una izquierda convencional; una izquierda que no ha sabido ampliar debidamente las fronteras de lo democrático para que predomine “lo político” (los antagonismos de poder y representación en torno a las prácticas de constitución de lo social; las luchas por la igualdad que presuponen a la diversidad en contra de las identificaciones uniformes; las redefiniciones de lo público y lo privado en el cruce entre micropoderes y resistencias cotidianas, etc.) por sobre “la política” en su versión instrumental.
Reconquistar esta dimensión intensiva de “lo político” supone una izquierda plural y fluida en sus contornos, abierta a la incorporación de todas aquellas demandas que promueven cambios en las posiciones de sujetos que los aparatos de captura de la identidad (por ejemplo: masculino-femenino) quieren mantener lineales y fijas. Rebatir la violencia simbólica de la ideología sexual dominante no es algo que les concierne solamente a las mujeres en tanto comunidad de género. Combatir las asimetrías y desigualdades de género es parte de las luchas de transformación social que amplían las bases del igualitarismo democrático.
En las últimas conmemoraciones del Día Internacional de la Mujer en Chile, agrupaciones feministas desfilan reclamando por la despenalización del aborto (“Por la libertad de decidir”) y sumando dicho reclamo político-sexual a otras manifestaciones de legítimo rechazo a los abusos privatizadores de un modelo neoliberal que atenta contra la equidad y la justicia sociales. Del mismo modo que las agrupaciones feministas protestan a favor de un reparto no-excluyente de la democracia, el feminismo espera de la(s) izquierda(s) que suscriba(n) la necesidad de resguardar los derechos fundamentales de las mujeres en materia de libertad reproductiva. El debate sobre el aborto se ha visto confiscado en Chile por visiones moralizantes que, pese a la laicidad del Estado chileno sancionado por la Constitución, tratan de imponerle al conjunto de la sociedad su concepción religiosa de la vida humana.
No hemos escuchado nada parecido a las sabias palabras formuladas hace algunos años por el Obispo auxiliar de Madrid, monseñor Alberto Iniesta: “Mi conciencia rechaza el aborto, pero mi conciencia no rechaza la posibilidad de que la ley no lo considere un delito”. Que las mujeres puedan elegir en conciencia si asumir o no la maternidad es un derecho que les incumbe a todos ya que el cuerpo propio es el primer territorio de libre ejercicio de la soberanía en garantía, por lo tanto, de la ciudadanía universal.
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